viernes, mayo 14, 2010

El origen de los rostros


El origen de los rostros, tiene un origen que no está en su estructura. Es el origen del poeta sobre su fin: el poema. Yo estoy muy contento de ser el editor de David Sánchez Santillán, porque es la primera vez que edito a un escritor al que conozco desde niño.
David tenía 10 u 11 años, pero parecía de menos edad, cuando lo vi jugando con sus párpados, buscando las cosas y queriendo comerse al mundo. Era un pre adolescente con ganas de seguir siendo niño. Es decir, con la travesura en la punta de su corazón. Allí estaba, en el pretérito, David, riéndose, luego, cuando uno le quería tomar en serio, entonces él se hacía el serio y nos hablaba con unas frases y unas oraciones muy bien estructuradas, igual como lo hace ahora su hermano Francisco José, con esa voz segura de conocerse los zaguanes de la niñez, de saberse las travesuras y las chanzas de la vida infantil.
David era entonces lo que propiamente se podría decir, un “infanta terrible”.
Sin embargo se compuso, o de descompuso, mejor, pero nos pasa a todos. Cuando uno deja de ser niño, viene la educación, la moral y las buenas costumbres y eso nos comienza a quitar la sonrisa. La gente, en este tiempo, habla mucho de la libertad. Pero no entiendo porqué si la libertad no existe. Existe y se la siente, solo en la niñez, luego nosotros somos nuestro propio reo y creamos nuestro propio carcelero. Si no me creen, pregúntele al doctor Frankestein, que tuvo que crear un monstruo para verse a sí mismo.
Pero volvamos a David y a sus rostros: a los que conozco muchísimos.
Alguna, y nos olvidaremos ninguno de los testigos, fui a casa de mi amiga Elsy, de su madre y de David, el cual llegó enojadísimo. Me vio allí, invadiendo su espacio en plena edad del burro y no cedió. Ni me saludó. Entro furibundo, como toro de lidia. Se encerró en su ordenadísimo cuarto de la ordenadísima casa de Elsy donde el polvo, como diría César Vallejo, “se pone ya de pie”, cuando entran los dos, la limpieza tiene pies.
Fue entonces que David adolecía de adolescencia, que sin ser tautología, era una realidad. Nadie sufre tanto en la vida, como se sufre en la adolescencia, porque es donde uno descubre todo y descubrir es también renunciar, y renunciar es también aceptar, y aceptar es también olvidar y olvidar es también madurar y madurar es también empezar a morir.
Jamás creí que David iba a ser poeta, sino fuera porque conocía su casa, a su madre y su biblioteca. Y porque sabía que tenía un chispeante humor, que no es un humor ordenado, no es un humor de “te cuento un cacho”, es un humor vital. Y ese humor, y perdonen, pero no es ofensa, suele salir de una mente artística: de una mente desordenada, de una neurosis que afecta al resto. El humor convencional es como las matemáticas: perfecto, políticamente correcto, obvio. Luego de contar un chiste, el “chistoso” procede a reírse, conjuntamente con el público. El humor de David es de otro tipo. Es un humor que pende de la inteligencia sorpresiva. Es la chispa. Con ese mismo humor se escriben páginas negras. Así no más es la mente humana: disparada y disparante.
Pero fue en la adolescencia de David que convoqué hace ya muchos años, a unos talleres de lecturas dirigidas y de escritura. Muchos de los que fueron siguen escribiendo y los seguimos viendo por algunos lares. Otros se fueron por el túnel del anonimato. Y los más felices deben de estar esperándonos que salgamos del atolladero de la literatura. Pero ahí le damos.
David fue al taller y como era uno de los más pequeños, era uno de los más mimados. Además sus textos siempre asombraban. Las chicas se asustaban y le quedaban viendo con ojos golositos. Los muchachos más cáusticos le daban palmadas. Era una época muy bella, en donde la poesía era una anécdota para estar juntos. En lugar de ir a un grupo juvenil en la iglesia o a un campamento de líderes, nos reuníamos en el taller.
Allí supe que David estaba seriamente drogado por la poesía. Y luego pensé que claro, que el problema era hereditario, que eso de vivir con tanto libro, con tanto poeta alrededor, lo echo a perder al pobre. Luego entendí que si su abuela escribía, que si su madre, lo mismo, entonces había que afrontar las consecuencias. No se puede con el muchacho.
Pero el muchacho creció, aunque no tanto. Dejó listos unos poemas y se fue a vivir la vida. Quiso conocer, como diría Serrat “el fuego del licor, el brillo del dinero, el automóvil, el cine y la mujer”, como todos los jóvenes, que descubren el universo que les tocó.
Dejó reposar a sus poemas. Luego un concurso que gana, luego una frustración: que el premio no se consumó nunca porque nunca publicaron ni el poemario ganador ni nada. Luego le espera y luego la negación (esa frase contundente: “odio la poesía, odio los poetas – en ese momento los sicoanalistas estuvieses felices considerando que el rechazo en tercera persona es el rechazo a sí mismo y que la terapia de la fobia debe de curarse con lo mismo). Y, claro, como diría Hegel, luego: la negación de la negación: “Quiero publicar este libro”, quiero librarme de su fantasma, de su discurso, de su fuerza. Y aquí está. El libro y el poeta.
Soy muy feliz de ser tu amigo David. Un poco padre tuyo. Una suerte de padre legal: recuerda que cuando tu madre se iba a casar, Elsy me llevó a un juzgado o Notaría, que se yo, para que firme una carta de “curador”. Es decir que yo pasaba a ser tu cuidador, y tú mi “curado”. Vaya causales judiciales extraños. Luego fui tu hermano mayor. Y más tarde un enorme amigo. Pero hoy, justo hoy, somos todo ello y además colegas. Por lo visto, mi querido David, Tú que eres mi curado y yo que soy tu curador, no nos hemos curado nunca de esta neurosis de la poesía. Así que permite nomás que de tu brillante y doliente corazón salgan más poemas que solo pretender curar ese niño, ese adolescente que fuimos, que somos, que seremos. Ni más ni menos.

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